Ocurrió como siempre ocurre en los auténticos pueblos asadores, casi la regla y la plaza.
En los primeros momentos, la similitud, la aparente repetición del Calles y sus rincones nos dejan confusos. Poco a poco, memorizamos referencias y caminos por todas partes.
Es en estos sollozos de orientación que nos trasladamos entre la calle Arzobispo Fortes donde nos habíamos instalado y el entorno de la Basílica de Santa María La Menor, también conocida como la Catedral Primada de América, por ser la pionera del continente, en lo que se refiere a las preocupaciones de las grandes iglesias.
Cuando llegamos a la calle Arzobispo Meriño, el sol ya dora la fachada occidental y el elaborado marco de la entrada, que, a pesar de ser doble, apenas recibe fieles, dictando así el cierre del portón al atrio contiguo, que también obliga nosotros para dar la vuelta al templo.
Plaza Colón y la Primera Catedral del Nuevo Mundo
Pasamos al lado norte. Entramos en la Plaza Colón, las copas de los grandes árboles que brotan de ella dan sombra. Añaden más dramatismo al desafío de una silueta imponente que apunta al cielo.
Como la plaza, la estatua es de Cristóbal Colón.
Esa tarde, como todas las demás, algunos vecinos acudieron en masa a la tranquilidad y al frescor imperante.
Dos o tres músicos aportaron melodías fáciles. Un pintor se desmoronó en pinceladas informes. El personaje con mayor valor en el cuadrado parecía ser el vendedor de maíz.
Fue él quien satisfizo el propio pasatiempo dominicano de alimentar a las palomas y convivir con sus hambrientos rebaños.
Hasta las lágrimas, como podemos ver en dos niños aterrorizados por el exceso de alas que salen de lo alto de la basílica y que, en su ansia de comida, se empolvan las mejillas.
La catedral fue solo uno de los varios edificios e instituciones coloniales que los europeos hicieron su debut en el Nuevo Mundo, incluido el primer hospital, la primera aduana y la primera universidad.
Saturados de palomas, salimos en busca de nuestro vecino.
Calles Colonials Outside, a través de los orígenes de Santo Domingo
Subimos por la Calle El Conde. Detuvimos la marcha junto con el "La Leyenda del Cigarro”, Una fábrica y tienda de puros.
En el interior, Rudi Mel enrolla una hoja de tabaco tras otra, todas del mismo tono que su apodo y la piel mestiza que el sol sigue tostando.
La peatonal Calle El Conde es, por excelencia, la arteria comercial de Santo Domingo, llena de negocios de todo tipo y vendedores ambulantes que aprovechan la inercia de las autoridades.
En las inmediaciones de una venta de pinturas, lo dejamos por la Calle Hostos, que ya está cubierta por el lento tránsito de la Ciudad Colonial y por el calesas elegantes que lo complican.
Hospital San Nicolás de Bari, el primero de las Américas
Dos cuadras más tarde, siguiendo un frondoso mini bosque urbano, nos encontramos frente a las ruinas del antiguo hospital San Nicolás de Bari.
Fue el primero en aparecer en América, su obra inaugurada en 1503, media década después de que el gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, hubiera visto un huracán devastar gran parte de la ciudad de Nova Isabela que Bartolomeu Colombo (hermano de Cristo) Había construido en el costado de allí desde el río Ozama.
La nueva Isabela quedó tan dañada que Ovando se vio obligado a reconstruirla en la orilla opuesta, en tierra que seguimos atravesando.
En esos nuevos dominios tropicales, los ataques de los indígenas taínos, las enfermedades convencionales y exóticas, junto con una panoplia de incidentes resultantes de aventuras y desventuras coloniales, suscitaron frecuentes dolencias y urgencias.
Consciente de ello, decidido a hacer de la colonia la sede de la expansión española en la región, Nicolás Ovando dictó un grandioso proyecto, inspirado en el Renacimiento, capaz de albergar a más de sesenta pacientes.
El hospital comenzó a funcionar casi veinte años después. Permaneció en el cargo hasta mediados del siglo XVIII, cuando fue abandonado, no está claro por qué.
Debido a su importancia histórica, la UNESCO ha decretado lo que queda de ella Patrimonio de la Humanidad.
Cuando ingresamos al complejo, lo encontramos repleto de pasajes antiguos, con semipórticos y vanos puntiagudos, bandadas de palomas voladoras compitiendo con las de la Plaza Colón y otras, con estridentes córvidos negros.
A nivel del suelo, poco molestos por la insuficiencia del piso de ladrillos y ranuras, tres niños patinan.
En ese momento, el sol se había hundido tanto sobre el mar Caribe que parecía templar los ladrillos centenarios de la estructura. También convocó a las aves a su retiro nocturno y el enjambre creció de tal manera que amenazó la higiene de quienes allí se quedaron.
Al advertirnos, nos apresuramos a retirarnos.
Hacia las riberas altas del río Ozama
Echamos un vistazo a las ruinas vecinas del Monasterio de São Francisco, en lo alto de la pendiente curva de la Calle Hostos. Luego cortamos hacia el río Ozama.
Nos seduce el coqueteo frenesí de la Plaza María de Toledo, que cruzamos, sin prisas, hasta la Calle Las Damas, en busca del Panteón de la Patria Dominicana.
Allí yacen los mentores y héroes de esta república de La Española, en tumbas de un blanco pulido que reflejan el azul-rojo de decenas de estandartes de la nación.
Al salir, un soldado de camuflaje recoge la bandera izada desde lo alto de la fachada de piedra caliza.
Lo hace en sincronía con la ceremonia similar en el Parque de la Independencia de la ciudad. En la República Dominicana, los militares han preservado este privilegio durante mucho tiempo.
Después de todo, fueron ellos, en forma de fuerzas guerrilleras, quienes hicieron posible los planes de independencia de la sociedad secreta La Trinitaria al someter al ejército mucho más poderoso de Haití en la Guerra de Independencia Dominicana.
La Calle las Damas nos lleva a un bulevar sin obstáculos con vista al Ozama y al ferry que parte de la Terminal Don Diego, rumbo al viejo rival San Juan, la capital de Puerto Rico. Días después lo abordaríamos.
El resplandeciente anochecer de la Plaza de La Hispanidad
Aquí y allá subimos las almenas. Echamos un vistazo a la escena urbana fluvial que tenemos por delante. A cierta altura, el camino trazado en el adarve se ajusta a la casi media luna del Plaza de España o La Hispanidad.
Lo inauguramos de uno a otro, de la noche a la mañana y, como pasa una y otra vez, en Santo Domingo, perdidos entre la juventud contemporánea y la realidad colombiana de la capital dominicana.
Este fue el plaza elegido por los vecinos para celebrar cada fin de día de sus vidas, acoge a más niños patinadores y ciclistas, otros que conducen carritos a pedales, incluso adolescentes que lanzan drones o bromas que generan risas comunitarias.
Y cumpleaños que se fotografían con amigos, sosteniendo globos llenos de sus años.
And the Old Alcacer de Diego Colombo
el límite de Plaza de España o La Hispanidad está marcado por los muros debajo del Ozama y, ya en el interior, por el Alcácer de Diego Colombo, también conocido como Palacio Virreinal.
Diego, el hijo mayor de Cristóvão Colombo y la portuguesa Filipa Moniz Perestrelo, nació en Porto Santo o en Lisboa, en 1479. Treinta años después, sucedió a Nicolás de Ovando como gobernador de la isla Hispaniola.
Tomó el relevo de lo que hoy es Santo Domingo, donde hizo construir las exquisitas habitaciones, con una vista privilegiada sobre la desembocadura del Ozama y el Mar Caribe, que nos dedicamos a apreciar.
Diego Colombo, también almirante y virrey, vivió durante 15 años en el primer palacio fortificado de América, con su esposa María Álvarez de Toledo y sus cuatro hijos. La habitó hasta poco antes de su temprana muerte, en España, en 1526.
A finales del siglo XVIII, la majestuosa fortaleza que mandó construir ya estaba en ruinas. Se dice que fue utilizado como corral. A fines del año 1955, las autoridades dominicanas lo reconstruyeron.
Lo convirtieron en museo, uno de los más cotizados de Santo Domingo, incluso en las afueras y después de su cierre.
Su iluminación artificial amarillenta genera sombras bien definidas, que el ancho de la plaza otorga diferentes longitudes, siluetas moldeables que, hasta altas horas de la noche, inspiran selfies y pequeñas producciones.
Cristóbal Colón: Descubridor de las Américas, Prisionero y Héroe de Santo Domingo
La fortaleza de Diego Colombo estaba protegida por la cercana fortaleza de Ozama, la fortificación europea más antigua de América, años antes, una casa adaptada de Cristóbal Colón y también la prisión en la que lo tenía la Corona española, fruto de sucesivas denuncias contra su gobierno tiránico y corrupto, a fin de cuentas, perjudicial para España.
La historia siempre ha guardado, sin embargo, sus insondables caprichos. A pesar de las imperfecciones éticas y morales que se le señalaron, prevaleció la importancia del descubrimiento de Colón.
Como pudimos presenciar, la República Dominicana celebra a Colón con compromiso y con frecuencia.
Desde lo alto de la fortaleza de Ozama, distante pero muy por encima de la vegetación al este del río, detectamos otro monumento conmemorativo, el Faro a Colón, de 800 metros de largo y 36.5 metros de alto, la obra más imponente en homenaje al navegante.
Allí recorrimos las salas temáticas de cada nación y cultura nativa de las Américas. Allí nos asombra la pompa de mármol de la tumba donde se supone que reposan los restos de Colón.
Hoy se sabe que, tras su muerte, el descubridor viajó casi tanto como lo hizo en vida, pero, al menos en parte, sus restos permanecen en la Catedral de Sevilla.
Dentro del vasto ámbito colonial, este tema es, por cierto, uno de los más controvertidos.
A diferencia de la antigüedad pionera y colonial de Santo Domingo, ambas inequívocas.