Cuando viajamos, las soluciones a las que llegamos no siempre son perfectas.
En este particular amanecer, dejó el Pueblo de Uvero Alto atrás, nos encontramos a bordo de un autobús coreano importado, lleno de turistas alemanes somnolientos de Europa.
Joel Montilla, el guía de servicio, sabe que tiene que despertar y activar a los pasajeros.
Armado con un micrófono, interroga al grupo sobre las nacionalidades a bordo. La mayoría son alemanes. Nos acompañan austriacos y suizos. Discrepantes y, por supuesto, intrigados por el resto, todavía quedan dos portugueses. Nosotros.
Todavía estábamos a bordo, con un conocimiento demasiado básico de alemán. La mía, adquirida en dos largos años de clases en el Gõethe Institut de Lisboa, entre los 13 y los 15 años.
Sara, por aprender a escuchar a sus padres comunicarse en alemán, por razones que, por sí solas, darían para otra larga historia.
Ahora bien, estos fondos inusuales nos permitieron entender mucho más del discurso tranquilo y pausado de Joel de lo que estábamos contando. Dado que la guía se aseguró de cubrir todos los temas dominicanos interesantes que se le ocurrieron, hicimos un esfuerzo por redoblar la apuesta.
En este entretenimiento cognitivo, casi una hora después, llegamos a la primera escala del día.
Cuando Joel toca un “Runde Berg”, sabemos que estamos ante el famoso M.ronda ontana de Michels.
El guía dicta un traslado desde el bus hasta camiones equipados con asientos y potente tracción en las cuatro ruedas.
Ascendemos por el camino embarrado que conduce a la cumbre, en una modalidad de rally que hace las delicias de algunos de los pasajeros. Hace que los demás entren en pánico.
Montaña Redonda: un cerro con panorámicas privilegiadas
Menos de diez minutos después, aterrizamos en la cima sinuosa y redondeada de la elevación, a pesar del pomposo nombre, un mero montículo.
Aun así, por su ubicación privilegiada, un lugar con vistas panorámicas a su alrededor, algunas, al norte y noroeste, del Océano Atlántico, la Bahía de Samaná y las lagunas Redonda y del Limón.
Otros, en direcciones opuestas, de pastos surcados por restos de vegetación, en las laderas de las montañas de La Española de verdad.
Poco a poco, una multitud, ya no sólo germánica, ocupa el cenit de Montana.
Los forasteros contemplan sus vistas durante un tiempo que acaban acortando, atraídos por las diversiones que allí han instalado los dominicanos.
Algunos se alinean para los columpios.
Otros, por la tirolina que se desliza, en L, por la media cuesta frente al mar.
De pie en la colina, muy por encima de los columpios, una cruz blanca fijada contra un pilar con los colores de la bandera de República Dominicana, bendice el lugar y las piruetas y acrobacias que allí se realizan.
Incluidos los columpios invertidos que, por momentos, dos guías se empeñan en exhibir.
Se agota el tiempo destinado a la montaña, pero no el viento que la castiga durante todo el día.
Rumbo al norte y al pueblo de Miches
Volvemos al piedemonte, al bus y al carretera Bávaro-Miches, estrecha carretera que serpentea entre caseríos y pueblos de origen pesquero, hasta cruzar el río Yeguada, en pleno corazón de la ciudad que le da la segunda mitad de su nombre.
De Miches en adelante, seguimos la continuación, ya adaptada a “Sabana-Miches”, según la escala que sigue. Alrededor de Sabana, giramos al sur hacia El Valle.
En este pueblo pasamos del asfalto a un camino de tierra que atraviesa la selva tropical y, en espacios, plantaciones de palma que generan el valioso aceite de palma.
Para entonces, el río Yanigua zigzaguea hacia el sur, en una profusión y exuberancia de meandros que, sin embargo, nos cruzamos.
Nos desviamos por otro camino, casi un camino, perdido en la vegetación que espesa la proximidad del río.
Rancho Salto Yanigua: El Pintoresco Campo de la República Dominicana
Nos detenemos en el claro abierto por uno de los muchos ranchos y haciendas que salpican este campo olvidado de República Dominicana.
Un letrero grande y llamativo lo identifica con la moda de letreros que se ha vuelto viral en América Latina. De todos los colores. Se ilustra con ejemplos de la fauna y flora de estos lugares.
Con tres pisos de ancho creciente, el rótulo adorna e identifica la propiedad, sin lugar a dudas: “Rancho Salto Yanigua”.
Joel Montilla saluda a Simón Duran, el dueño.
El dúo intenta conducir a los visitantes al área gastronómica de la finca, instalada, por conveniencia, al borde del curso hundido del río, frente a la cascada que justifica su toponimia.
Allí, sobre un fuego de leña, un tímido cocinero hornea y dora un pan de coco que llena casi la mitad de una sartén grande.
La mañana había avanzado.
A esa hora, cualquier alma nacida de buenas personas comienza a tener hambre.
Experimentado en el arte de acoger y complacer a los extraños, Simón y su familia tratan de consolarlos.
Bocadillos dominicanos del campo, uno tras otro
con tazas de mamajuana, el licor nacional dominicano, siempre están garantizados como fuente de vigor, virilidad o, lo que sea, fertilidad.
Como alternativas no alcohólicas ofrecen café, cacao o café moca, en este caso endulzado con chocolate de cacao producido en la huerta orgánica de la estancia.
Bebemos un poco de ambos cuando Simón Duran y el cocinero empiezan a servir los panes de coco, todavía humeantes y que nos aconsejan rellenar con una nutritiva y deliciosa crema de cacao y miel.
Tarde, el desayuno llega como un manjar de los dioses de La Española.
Solo el atractivo flujo del Salto Yaniqua, justo más adelante, disuade a los visitantes de seguir atracándose.
En un instante, una multitud de ansiosos bañistas inunda el río.
El Salto del Río Yanigua, justo al borde del Rancho
Se entregan a los chapoteos, a los saltos y, por ejemplo, de un anfitrión que los acompañaba, a tratamientos dermofaciales espontáneos garantizados por la arcilla blanquecina que cubría el fondo del río.
Juan Carlos, el retratista al servicio del recorrido, también compone su máscara.
De hecho, se embellece hasta el doble. Con una plumeria roja expuesta encima de una oreja.
"Chicos, ¿no se aprovechan de esto?” nos pregunta, casi ofendido, cuando nos ve sin rastro de la arcilla con la que se había cubierto la cara.
Poco después, sin esperarlo, nos encontramos víctimas de ese barro milagroso.
Seguimos a Simón Durán en un recorrido por la estancia. Pasando por plantaciones de banano, plantaciones de piña, papaya y otras frutas y verduras.
Apreciamos la casa que había instalado en el árbol más alto y frondoso de la propiedad, ya equipada con un panel solar y otros equipos y decoraciones dignas de huéspedes aventureros.
Charlamos a su sombra, cuando un burro del rancho se une al grupo, decidido a comerse un snack de zanahoria o algo a lo que ya está acostumbrado.
Simón nos aconseja que no le prestemos demasiada atención.
El problemático descubrimiento de la mina de ámbar local
Continuamos en una especie de escape encubierto cuando nos topamos con la extracción de ámbar, larimar y otras piedras del rancho.
De vuelta a la orilla del río, tres trabajadores haitianos repetían la misma secuencia de operaciones.
Uno de ellos, en el fondo de un pozo, llenaba un bidón de grava extraída del lecho.
Otros dos trataron de levantarlo con la cuerda y arrojarlo a un área de clasificación.
Intrigados, seguimos el proceso, hablando. Una vez dos veces.
Por casualidad, en el tercero, el tambor estaba más lleno.
Los hombres en la superficie, lo tiran al suelo.
La sobrecarga genera un rebote que nos llena a ellos y a nosotros de arcilla empapada.
Tardamos casi veinte minutos en recuperarnos del percance, buena parte de ese tiempo, en limpiarnos los ojos de la microtierra semipreciosa.
Cuando le contamos la desgracia a Juan Carlos, el fotógrafo se deja llevar por una risa bonachona: “¡Ah, así que los trataron a la fuerza!”. concluye en su suavizado castellano dominicano antillano.
Nos unimos a la comitiva que Simón Durán invitó a las mesas y al buffet que complementó las opciones del bandera dominicana, compuesto por el clásico arroz con frijoles con pollo y ensalada o, en una variante sin nombre aún por atribuir, con pescado empanizado del río Yanigua, igual o más divino.
Incursión Fluvio-Marina al Parque Nacional Los Haitises
Después de la comida, partimos hacia el norte, a través del dominio terrestre de los Parque Nacional Los Haitises. Varios kilómetros después, ya a bordo de un catamarán, por el mar apartado y remoto al pie de la inmensa cordillera.
Años antes ya habíamos tenido el privilegio de explorar sus cuevas llenas de pinturas rupestres, obras de los indígenas taínos.
Y los islotes siempre se los disputan fragatas y pelícanos, como en Laguna de Oviedo suroeste de República Dominicana, ubicado entre Barahona y Bahía de Las Águilas.
No todo se repitió. En un momento, vimos una garza flotando en el mar. Sufría de un defecto en las piernas, por lo que no podía despegar. La tripulación decide rescatarla.
Intentan varias veces navegar poco profundo y atraparlo. En vano. Ya harto de la frustración, uno de los tripulantes se ofrece a bucear.
Persigue a la garza que, sintiéndose amenazada, hace todo lo posible por picotearla. "¡Cuidado con tus ojos! ¡Protege tus ojos!” gritan los compañeros conscientes del daño que el afilado pico podría infligir en los ojos del voluntario. Finalmente, logra agarrarla y subir a bordo.
El capitán acerca el catamarán a uno de los islotes aviares de Los Haitises, de donde habría caído el ave con alta probabilidad.
La operación de rescate contribuyó a hacer aún más marcada la naturaleza natural y salvaje que sigue siendo tan exótica en ciertas plazas fuertes de la República Dominicana.
En esta nación cada vez más rendida a mega-resorts y entornos artificiales colosales, tales impresiones han estado en peligro de extinción durante mucho tiempo.
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