A media mañana, el pueblo, desde el 2018, magia de Aquismón vive el vivo día a día que contribuyó a su distinción.
Residentes mayores se ponen al corriente de la conversación, sentados en el muro que delimita el jardín, junto a las letras multicolores con las que se anuncia el municipio a quienes lo visitan.
El mercado al otro lado del jardín central ha entrado, desde hace algún tiempo, en su modo frenético habitual. indígena adolecente y huastecas exhiben verduras, frutas y artesanías.
En los puestos cercanos sirven tacos, zacahuiles e Enjambres.
Y otros snacks que, en ese momento, hacen cualquier cosa entre el desayuno y la comida, o incluso ambos.

Los colores y sabores huastecos de Pueblo Mágico Aquismón
En un borde distinto de la plaza, el establecimiento de ánimo Chavitas mantuvo su sonoro ascenso sonado por el altoparlante.
Sebastián Madera, más conocido como Chavas, nos recuerda el clásico “quien va a Aquismón y no prueba su ánimo, Es como si nunca hubiera estado allí".
Convencido de habernos persuadido, raspa con fuerza el hielo.
La leche condensada, el mango, el coco, el plátano, los waffles, las gomitas y otros dulces se vierten en la pila helada que se encuentra en los vasos, lo que agrega sabor extra a la merienda y hace que su total calórico aumente a números récord.
Lo devoramos en tres etapas.
Con el sol tropical de la Huasteca asomándose en el horizonte, el efecto refrescante de este raspador dura lo que dura. Es bajo un brasero que llegamos al cementerio parroquia de San Miguel Arcángel.
El insólito cementerio de la parroquia de San Miguel Arcángel
Ya estábamos acostumbrados a la jardinería de Eduardo Manostijeras, que embellece el zócalo y anuncia tantos templos cristianos en México.
Esta iglesia anaranjada y color de foca de Aquismón se contentaba con un arbusto solitario. Especie de Hidra vegetal, de cuyas ramas brotaban coronas de frondoso follaje.
Por sí solo, el conjunto brillaba con excentricidad. Por si fuera poco, un vecino, que utiliza algún servicio público cercano, llega decidido a aparcar a la sombra. Sin ceremonias, deja su auto en el carril generado por el superlativo bonsái de la parroquia.
Además de ser minimalista, el vehículo es de un verde metalizado que rivaliza con el del arbusto.
Brevemente.
Cuando la sacó del atrio de la iglesia, le señalamos el auto en el que la seguíamos e inauguramos la salida de Aquismón, por el camino donde un río llamado Santa María se cruza con otro llamado Gallinas.
A la Demanda del Río Santa María. La de Santa María, se convierte en Tampaón
El camino, que requiere mucho tiempo, comienza llevándonos a la Muelle La Morena, situado a orillas del Tampaón, una especie de reencarnación de Santa María.
Lo encontramos en una zona de grandes pastos mantenidos a expensas del bosque de ribera. Allí nos espera Carlos López, responsable de la ruta fluvial que siguió.
Carlos nos conduce por un sendero cubierto de hierba.
Cuando llegamos a la orilla del río, se sumaron dos ayudantes, encargados de escoger y preparar la barca para la navegación, entre las muchas que vimos, de colores variados, unas flotando, otras medio hundidas en el traslúcido fluir del río.
Mientras esperábamos el embarque, de los potreros de arriba salieron vacas sedientas, algo polvorientas debido a la estación seca y seca que atravesábamos.
Dos de ellos ignoran nuestra presencia.
Descienden por la orilla fangosa y meten sus anchos hocicos en las lanchas anfibias, como si prefirieran beber de un abrevadero improvisado.

El peculiar envío en barcos semihundidos
Finalmente, los ayudantes de Carlos nos traen un primer bote. Nos dimos cuenta de que el agua entraba por una grieta justo en frente de nosotros. En posesión del equipo fotográfico con el que trabajamos, nos negamos a continuar. Carlos les pide que le traigan otro bote.
El segundo fue un poco mejor.
Carlos se esfuerza por convencernos de que eran así, que todos dejaban entrar un poco de agua y que era el hinchamiento de la madera resultante lo que los mantenía operativos. También asegura que todos los días dirigía grupos en el Tampaón y que, a pesar de la entrada de algo de agua, no pasaba nada.
Estamos de acuerdo. El barco zarpa.
Tras unas buenas remadas contra corriente, unos cientos de metros más adelante, notamos que tanto Carlos como los ayudantes se aseguraban de que el agua que sacaban era mayor que la que entraban.
Navegación cuenta corriente de Tampaón
Nos calmamos. Nos dedicamos a los remos que competían con nosotros y, siempre que el paisaje lo ameritaba, a fotografiar las abruptas riberas del Tampaón.
Llegamos a los primeros rápidos, imposibles de ganar solo con la fuerza de nuestros brazos. Carlos nos hace desembarcar y caminar por un nuevo sendero junto al río.
Volvemos a entrar más adelante, en una zona donde los torrentes de agua que venían de las laderas del norte se unían al río, bajo diferentes caudales: pequeñas cascadas que brotaban de paredes de musgo colgante, riachuelos zigzagueantes llenos de helechos.
Y otra.
Desembarcamos en un fondeadero que daba acceso a unas pasarelas que revelan un poco de todo.
Desde su parte superior, encontramos un cenote, una cueva también llena de agua.
Una peregrinación de Guadalupe por el fin de la pandemia
Más cerca de nuevo del Tampaón, nos sorprende el paso de decenas de remeros a bordo de una flota de lanchas. Carlos nos explica que fue una romería fluvial.
Agradecería que, tras un largo periodo en el que, a causa de la pandemia, las autoridades prohibieron la navegación de turistas por el río e imposibilitaron el sustento de sus trabajadores, la actividad haya vuelto a la normalidad.
Entonces, lo que vimos pasar eran propietarios de botes, remeros y otros agentes que transportaban y acompañaban a un imagen de la virgen de guadalupe a las inmediaciones de la cascada de Tamul, garante económico y razón de ser de muchas de sus vidas.
Después de un tiempo, continuamos en la misma dirección. Hasta que nos crucemos con su regreso.
En una zona donde el Tampaón se apelotona en un desfiladero alto y, como tal, oscuro, pero donde el agua discurría tranquila, como un espejo azul verdoso.
Seguimos esperando con ansias el encuentro con el gran Tamul. Los remos se sucedían, a veces por unos, por otros, por otros.
La prisa era relativa. Además, contra corriente, cada vez que nos aplicábamos, sentíamos, en un instante, nuestros brazos y hombros en llamas.
Finalmente, entramos en una zona aún más oscura.
Allí llegamos a un islote de roca en medio del río, alto frente a la corriente. Carlos confirma que fue el último punto de aterrizaje y la plataforma desde la cual apreciaríamos Tamul, unas de las cascadas más impresionantes que jamás hayamos visto.
Subimos al punto más alto del islote.

El primer vistazo a la gran cascada de Tamul
Desde allí podemos ver la enorme cortina de agua generada por el buzamiento de más de 100 metros del afluente Gallinas sobre el Santa María, que a partir de entonces, con un caudal casi doble, asumió el nombre de Tampaón.
El Tampaón discurre por otros 165 km, hasta unirse al río Moctezuma y formar el Pánuco, camino al inevitable Golfo de México, mar en el que Hernán Cortés desembarcó y cambió para siempre el destino de los mexicas, los maias y tantos otros pueblos indígenas.
Desde el islote rocoso donde estábamos parados, casi podíamos ver el perfil humeante de las cataratas más cercanas a la cascada.
Sabíamos, sin embargo, que se extendía por cientos de metros más y que tanto en lo alto de las Gallinas como en el fondo del desfiladero, aún al sol, el río mostraba un caudal casi turquesa.
Para los indígenas huastecos (o teenek), esa visión y su fenómeno era tan exuberante que creían que eran creados por los dioses, que eran las deidades que hacían brotar el agua, a veces azulada, a veces verde, de gigantescos cántaros.
Por breve que parezca, este es el concepto sintetizado en Tamul, “el lugar de los cántaros”.
La contemplación del modo Hidden Tamul Drone
Frustrados por lo poco que nos revelaba el mirador, intentamos enviar, como emisario visual y fotográfico, el último refuerzo tecnológico, el dron que ahora llevamos.
Su lanzamiento resulta ser un martirio. En ese angosto cañón, la señal del GPS insistía en esconderse.
Solo tras un largo periodo de precario vuelo pudimos detectarlo, y maniobrar el aparato a altitudes que revelaron el conjunto de los dos ríos, las cascadas y la selva circundante en todo su esplendor.
Estábamos disfrutando de este paseo cuando Carlos vino a alertarnos del problema que crecía debajo y en nuestras espaldas.
En los instantes finales de casi media hora, varias lanchas habían arribado al islote. Los pasajeros estaban tan cansados de remar como ansiosos por echar un vistazo al famoso Tamul.
Angustiado, Carlos dijo que teníamos que recuperar el dron y regresar al bote lo antes posible. Mientras terminábamos de recuperar la aeronave, el islote ya se llenaba de pasajeros inquietos e indignados, en un equilibrio que el hacinamiento de la roca desestabilizaba.
Volvemos con la corriente. Nos dimos cuenta, sin embargo, que ni siquiera la supuesta dirección descendente de la navegación nos ayudó. El Tampaón como si resistiera ahorrándonos el esfuerzo y el cansancio.
Sólo cuando llegamos a los rápidos pudimos soltar los remos y dejarnos llevar por la fuerza de la corriente, sobrevolados por los buitres a la espera de un accidente, arrullados por el canto mágico de las oropéndolas centroamericanas.
Cuando regresamos a tierra, en el mismo muelle La Morena, otras vacas bebían en medio de la flota de barcos chillones, anfibios y hasta hundidos que llenaban de color el Tampaón.